Años atrás, María arrastraba un sentimiento de culpa. Las notas de su hijo eran pésimas, tanto que el chico acabó dejando los estudios. Agarró la guitarra, compró un vuelo a Londres y allí se dedicó a tocar en el metro. “No sé qué he hecho mal”, era una de las frases que repetía reiteradamente. Hace unos días me la encontré radiante. Me contó que su hijo finalmente había retomado los estudios y que sus calificaciones eran tan brillantes que incluso había conseguido una beca. Y añadió: “Al final resulta que no he sido tan mala madre”. El nombre es falso, el caso, verídico, y el fondo resulta representativo del sentimiento de muchos padres.
Si se disecciona esta anécdota, se descubre que una de las premisas de las que partía esa madre era que continuar con los estudios era bueno, y tocar la guitarra, malo. Nuestra mente dicotómica funciona así, juzgándolo todo y poniéndolo en dos únicas estanterías: la blanca o la negra. Pero si se va más allá de la programación social y con honestidad nos planteamos si como padres sabemos con total seguridad dónde pueden encontrar nuestros hijos la felicidad. ¿Tenemos la respuesta?
Otra de las premisas de las que partía María es que los resultados determinan si se es buen o mal padre y que estos dependen exclusivamente de nosotros y no de la actitud y aptitudes de los propios hijos.
En nuestros días es fácil sentirse culpable por una cosa u otra. Podemos elegir entre un amplio menú. Si el objeto de la carga son los hijos, existe a nuestra disposición una inmensidad de libros de instrucciones que asesoran sobre cómo educarlos. Vivimos en un mundo donde se vende la ilusión de que todo puede controlarse, donde cualquier cosa debe bailar al son que se quiera marcar. Por este motivo tenemos más tendencia a querer dominar las cosas que a aceptarlas. Nos inclinamos demasiado hacia el control. La aceptación parece que se ha quedado anticuada, y sin embargo suele ser el primer paso para el cambio. Como padres hay tres grandes puntos que se deben interiorizar:
Reconocer el peso de los genes. Son muchas las investigaciones en las que se estudian gemelos univitelinos que han sido adoptados por distintas familias. En ocasiones, incluso por familias que viven en distintos continentes. Dos individuos con los mismos genes y con una educación diferente. Si el comportamiento fuera solo resultado de la educación, deberían encontrarse más diferencias que similitudes entre ellos, pero no es así. Las semejanzas son enormes. Sus capacidades y características psicológicas se parecen muchísimo más entre ellos que entre hermanos no gemelos educados por los mismos padres. De hecho, no hacen falta muchos estudios para comprobar sin gran dificultad que, aunque se eduque igual a varios hijos, ellos crecen de forma diferente.
Si aceptamos que los hijos no son hojas en blanco en las que se pueda escribir, quizá dejemos de darnos golpes contra la pared. Nuestras expectativas no nos dejan asumir la realidad. Si queremos que nuestro hijo sea ingeniero, pero es un fracaso en Matemáticas porque lo que le gusta es la pintura, lo tendremos difícil para que lo consiga. Aun en el caso de que alcance el título esperado después de mucho esfuerzo y sacrificio…, ¿significa que será feliz? Los consultorios de los psicólogos están llenos de personas que han seguido el camino que les han marcado sus progenitores en contra de sus propios deseos y, lo que es peor, de sus habilidades.
Gregorio Luri, filósofo y autor de Mejor educados (Ariel), afirma que la paternidad contemporánea está muy neurotizada. Sus palabras lo muestran con claridad: “Creo que mis padres y los de la gente de mi generación sabían que nunca eres responsable al cien por cien de lo que hace tu hijo, y esa lección básica la han olvidado los padres de hoy. Los progenitores antiguos dirían: ‘¡Mira qué hijo me ha salido!’; uno de hoy se preguntaría qué ha hecho mal. Hay muchos elementos que no controlamos, y eso a los padres de antes los tranquilizaba, pero a nosotros nos angustia”.
Admitir que sabemos poco. Parece que todos tengamos que tener algún tipo de trauma infantil y que este sea la causa de todas las patologías psicológicas que se presentan en la edad adulta. Con esta idea no extraña que los padres sientan una hiperresponsabilidad: tienen en sus manos algo extremadamente delicado que a la mínima se puede golpear y quedar marcado.
Martin Seligman, el padre de la psicología positiva, revisó multitud de estudios donde se investigaba el hipotético efecto que pueden tener los sucesos negativos de la infancia en la edad adulta. Sus conclusiones fueron que no gobiernan forzosamente los problemas adultos. Seligman colocó al trauma en su sitio. Muy ligado a este hecho viaja el concepto de que una prole sana debe criarse en la típica familia convencional. En un estudio coordinado por Enrique Arranz (Universidad del País Vasco) y Alfredo Oliva (Universidad de Sevilla) se compararon seis tipos de estructuras familiares (tradicional, monoparental, reconstituida, homoparental, múltiple y adoptiva). Concretamente se estudió el ajuste psicológico de los niños. No se encontraron diferencias. La familia ideal no existe.
Palabras del profesor de Albert Einstein: “Este niño no llegará a ningún sitio”. La profesora de Thomas Edison dijo: “Es un chico confuso, inestable y embrollón”. El maestro de Charles Darwin afirmó: “Se encuentra por debajo de los estándares de inteligencia. Es una desgracia para la familia”.
A simple vista parecen ejemplos balsámicos para padres de niños no brillantes (la gran mayoría); pero esta sería una conclusión engañosa porque ser Darwin, Edison o Einstein no garantiza ser feliz, que es lo que la mayoría de padres desea para sus retoños. La idea más luminosa que se encuentra enterrada en estas anécdotas es que cualquier tipo de predicción que hagamos suele ser infantil porque no sabemos nada, ni de estructuras familiares idóneas, ni de traumas infantiles, ni de nada. Ser padres humildes es la salida más inteligente.
Aceptar la naturaleza humana. No es que no podamos controlar a nuestros hijos, es que ni siquiera somos capaces de controlar nuestros propios pensamientos. La mente no está quieta. No cavilamos lo que queremos, sino que los pensamientos surgen solos y van saltando de aquí para allá. Por ese motivo la mente errante también recibe el nombre de “mente del mono”. Nuestro hijo se presenta con tres asignaturas suspendidas y el mono empieza a saltar de rama en rama y terminamos visualizando que de mayor tendrá que mendigar por las calles.
Ese mono puede traer pensamientos realmente oscuros. Llegamos a casa cansados y vemos que los niños lo han puesto todo patas arriba, no han hecho sus deberes, no han seguido nuestras instrucciones, encima nos enteramos de que uno de ellos ha cometido una gamberrada que nos parece apoteósica, y entonces dudamos de si los queremos, quizá hubiéramos sido más felices sin ellos, cogeríamos una maleta y nos iríamos a un país muy, muy lejano. Y dos horas más tarde aparece la culpa por haber pensado algo tan perverso. Pero no lo hemos pensado nosotros, ¡ha sido el mono! Que salta sin ton ni son de rama en rama sin tener en cuenta nuestros verdaderos sentimientos. La naturaleza humana es así, con mono incorporado. Por eso somos contradictorios, ambivalentes, inseguros, irracionales. No podemos pretender ser otra cosa. Lo paradójico es que cuanto más aceptamos esa naturaleza, menos nos hace sufrir. Nosotros no somos los únicos que tenemos un mono, ¡nuestro hijo también! Así que debemos aceptar al nuestro y al suyo.
Asumir la naturaleza humana y ser humildes es la manera de navegar con menos sufrimiento por nuestras dudas, miedos e inseguridades como padres. No existe el manual del padre perfecto. Así que, si queremos ser así, ya nos hemos equivocado
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